viernes, 16 de diciembre de 2016

Refundación cotidiana de la ciudad





Merecedor del séptimo lugar en el

1er Concurso Anual de Ensayos ¿Política vs. Ciudad?

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MEMORIA Y CONVIVENCIA

José Javier León

Introducción 
Una ciudad no es nunca una ciudad, o mejor, la ciudad. Una ciudad es siempre la cambiante de cada uno, de todos los que la conocen, la viven o visitan, o que aún sin haberla visitado ni vivirla creen conocerla, la intuyen o la suponen, incluso la sueñan. La ciudad es las ciudades de todos y cada uno.
La ciudad es, siempre, la que de pronto se nos aparece sin forma definida pero densa y vívida en la memoria, sea como reconstrucción de hechos vividos o simplemente soñados. La ciudad es siempre una ciudad particular y móvil, un visaje, una imagen que se tiene y se diluye, una presencia que se borra y se rehace, un ser que está y no está, y que pleno y entero en nosotros –hasta donde creemos estar plenos y enteros- es siempre memoria.
Lo interesante de pensar cualquier cosa u objeto es que, puestos con toda nuestra atención a hacerlo, este se desvanece, exactamente como esas sombras en el infierno que reciben el vano abrazo. A fin de cuentas, qué es lo real y concreto, en especial cuando se trata de un objeto que está hecho de nosotros (de lo que creemos que somos), de nuestras creencias, sueños y aspiraciones. Y no podemos recurrir al expediente objetivista de señalar la ciudad en un mapa, o de asentar nuestros reales saber y entender en el piso firme y decir, aquí donde estoy, piso esta mi ciudad. Cuando ello hacemos somos nosotros los que nos afirmamos, no la ciudad que sigue intacta, lejana, absorta.
Podemos decir, soy la ciudad, somos la ciudad, esto que soy en el somos, con conocidos y desconocidos, este tramado en el entramado es la ciudad. La definiría como el espacio y tiempo de mis relaciones, las cuales dependerán de lo que me rodea, de lo que va más allá y depende en absoluto de mi, de los otros y sus ritmos, de todo y sus tensiones. La ciudad es mi ciudad siempre y cuando entienda casi como un fato que soy yo en medio de circunstancias que se cruzan y entrecruzan para disponer, permitir, hacer posible, impedir, posponer, transponer, mis pasos, en función de mis metas y objetivos. En la ciudad, una cosa es lo que pensamos, otra lo que llega a ser en el concurso de todo lo que en definitiva existe. Ocurre lo que el azar, la suma de todos los posibles, esa otra memoria del mundo, dispone.
Podemos soñar posibles, pero la ciudad y su mandala dispondrán de nuestros pasos, organizándose con cada movimiento, con cada gesto, acomodándose a las ondas o vibraciones que genera el hacer y el deshacer, el conjunto y el latido de cada cosa en el tiempo y el espacio.
La ciudad es interior pero nuestros pasos extrañamente seguros, dan cuenta de su realidad, de su presencia. La ciudad se hace con nuestro hacer: tejido y entretejido.

Nacen las ciudades
Como fruto del encuentro de muchos, tras relaciones cada vez más complejas. Nació la ciudad cuando aparecieron los desconocidos. Cuando los mismos dieron paso a los otros, a los de aquí y de allá que de pronto se comenzaron a cruzar en nuestros pasos cotidianos pero ya no los reconocíamos, ni sabíamos de su existencia y nos pareció –de pronto- que la misma era indiferente. Cuando el nosotros se elevaba por sobre las conciencias y los reconocimientos y una masa cada vez más anónima formaba parte de ese nosotros. ¿Cómo vivir y convivir con desconocidos? He aquí la constitución de la ciudad, el sentido y el fin último: la construcción política de una familiaridad. “Hoy en día las ciudades no solo deben ser vistas como puntos políticos, administrativos, turísticos, etc., sino como conglomerados de diferencias” (Lema O., 2001).
La ciudad confiere, ciertamente, un aire de familia. Cargamos la ciudad encima, en nuestra piel, en nuestros movimientos, en nuestra voz. Nos reconocemos o hacemos parte de ella. Nos forma y conforma. Esos rasgos comunes nos hacen los mismos y distintos, nos encuentran aunque exista –como de hecho- abismos entre nosotros. Somos unidades esquivas, pero en la ciudad somos nosotros.
¿Qué nos llevó a este encuentro? Los que hemos nacido dentro apelamos a la imaginación, porque la ciudad nos ha recibido con su aquiescente ignorancia. Somos para ella números, estadísticas, dígitos. Somos para una parte de aquel nosotros un nosotros más íntimo, más cerrado. Pero más allá, lo(s) desconocido(s) se abren y cierran como valvas de un mundo in-diferente.
Porque la ciudad es, también, este nosotros de aquí, lo que vamos construyendo paso a paso, contacto a contacto, un espacio-tiempo de relaciones que se tienden y distienden configurando lo que podemos llamar a ciencia cierta –acaso lo único verdaderamente cierto-: la ciudad en la que vivo. ¿Más allá, es nuestra? ¿Más allá de los acuerdos que llegamos en familia, amigos y conocidos, disponemos de más? Fuera del círculo está(n) lo(s) desconocido(s). Avanzamos si nos toca –siempre nos toca- por entre disposiciones que no podemos determinar. Nos abrimos paso haciendo mano de lo familiar y de un conjunto sutil y minucioso de normas, acuerdos, creencias, estipulaciones que nos en-marcan, nos protegen, nos guardan de la violencia anónima. La ciudad es protección contra lo(s) desconocido(s). Si esta definición caduca, la ciudad se desintegra, pierde cohesión y coherencia, ya no puede ser percibida como unidad trascedente y sus miembros actuarán como corpúsculos extrañamente sociales –asociales dicen algunos- integrados por des-conocidos que se saben distantes y huraños.
La ciudad hoy puede ser la derivación de estos cuerpos puestos en relación física, geográfica. Mas no, digamos, espiritual. Se asientan en un espacio, pero no comparten –entre/como cuerpos-: sueños y proyectos. No habría exactamente una ciudad sino un conjunto de seres extraños que mantienen la unidad sólo vista desde lejos y en abstracto. En otras palabras, unidad percibida como fragmentación, desde una distancia crítica y por un sujeto anónimo y en verdad, Nadie, que contempla sin entusiasmo un agregado de cuerpos disgregados. Una ciudad que ya no es una ciudad, ni la ciudad… que ya no responde a la reconfiguración de esa construcción histórica que permitió reunir lo des-conocido y hacerlo confluir trascendiendo la violencia.
¿Qué ha reaparecido? Un concepto romántico, si se quiere, de ciudad. Una aspiración de unidad, un conjunto de lo diverso que confluye en un tiempo-espacio. Pero al acecho, la violencia que rompe y fragmenta; y en seguida, la reconfiguración de los fragmentos, todo ello aparejado en un proyecto de ciudad que va más allá de los sueños de sus miembros, para ser parte de un proyecto des-almado, sin nosotros, que estrictamente se hace y rehace al ritmo de intereses abstractos y desmedidos.
¿Somos parte de esa ciudad? Sí, en tanto presencia, aunque su proyecto no sea el nuestro y no parezca responder ni sea la suma de nuestras aspiraciones. La ciudad corpuscular no es la suma de proyectos, sueños y deseos de sus miembros; más bien los parasita, devora y crece para nada y para nadie. Aunque en la fragmentación, comparto la hipótesis de la calle como conexión y sutura: “La calle bajo esta mirada entre-teje e interconecta códigos genéticos diferentes mediante la confluencia e interacción de flujos múltiples y cambiantes en el espacio-tiempo” (Quintero, et al.: 2010)
Antes que la ciudad fragmentada prefiero pensar la ciudad unida, que nos trasciende y acoge (a) lo(s) desconocido(s), y nos permite vivir y soñar juntos y en conjunto. Una ciudad que tiene un centro como tiene un destino; que tiene pasado y futuro. Y su presente, la composición estocástica de todos nuestros pasos.
La ciudad como proyecto humano, a la medida de nuestros sueños y proyectos. Para decirlo con Robert Ezra Park, comunidad humana “definida como un agregado de organismos espacialmente localizados y arraigados que conforman una estructura social a través de un conjunto naturalmente reglado de interacciones” (1999: 30)
Si la ciudad nace cuando aparecen los desconocidos, esos que sentimos familiares sólo porque tienen el aire de familia de nuestra ciudad, pero también esos que sabemos que no son de aquí, y que por diversas circunstancias nos visitan o la habitan, en fin, si los que formamos de una u otra manera parte de la ciudad somos desconocidos que confluyen en un tiempo y espacio, cómo es que podemos hablar de “nuestros sueños y proyectos”. Hasta dónde llega ese lo nuestro, qué lo define. La ciudad sin duda, es un proyecto colectivo que se intuye, que trasciende a todos los que la habitamos pero que depende de todos para hacerse. Podemos –como de hecho- no sabernos, pero la ciudad, ese proyecto trascendente, de alguna manera nos sabe. Como si la ciudad fuera un organismo vivo, como si viviera no sólo por nosotros sino de nosotros. La ciudad sin nuestros proyectos (de ciudad) no existiría. Es lo que somos; aunque nosotros mismos no sepamos muy bien lo que somos la ciudad sin embargo, nos define, se nos muestra, nos da la cara, es nuestra cara.

¿Queremos saber quiénes somos?
Un ejercicio interesante sería interrogar la ciudad. Si la recorremos, si la conocemos, nos recorremos y reconocemos. La ciudad siempre ofrecerá recodos desconocidos, no alcanzamos a conocerla toda, aún cuando sea pequeña y creamos que no nos guarda secretos. La ciudad tiene zonas de misterio, y es bueno que así sea, por demás, así somos. Nosotros mismos nos desconocemos, aunque el espejo al igual que las calles cotidianas nos reflejen, nos devuelvan nuestros rostros y pasos.
Interroguemos la ciudad como ejercicio. Caminemos sin fin ulterior salvo sentir el paso inconsútil del tiempo, para que el espacio gane en ingravidez, no pese, y con él, nos elevemos nosotros a otra instancia, a lo humano sencillamente. Y si somos dos los que caminamos juntos, hacerlo como dos abismos que se rozan y se hunden nuevamente en sí mismos, reconciliados y en paz. Podemos interrogar la ciudad no ya para sabernos en el silencio de la intimidad, sino para encontrarnos en el bullicio de la vida colectiva. Preguntemos al parque, a la plaza, a la calle, a los edificios, mirémoslos con curiosidad benevolente y acaso aparezcamos en una dimensión desconocida. Somos la ciudad que hacemos. ¿Nos deja indiferentes el cúmulo de desperdicio, la devastación, el ruido sin sentido, la demolición? ¿Pasamos por encima de las cosas sin preguntarnos, porque estamos ocupados sólo en nosotros? ¿Es que ese nosotros puede estar separado de las cosas que nos rodean, que pisamos, desplazamos, desconocemos? Interrogar es ya parte sustancial de la conciencia: posiblemente no haya tarea más ardua que preguntarnos por las cosas, hacerlo no nos acerca necesariamente a una respuesta pero sí a nosotros mismos. Interrogar la ciudad es preguntar-nos por nosotros. La pregunta nos des-cubre. La respuesta sin embargo, es una exterioridad a la que podemos estar o no dispuestos, no sólo a recibirla, sino a formularla.
Cuando interrogamos un fragmento de la ciudad, digamos una autopista, ¿podemos descubrir-nos? Decimos ¿está hecha para nosotros o la sentimos indiferente, ajena, extraña, como un absceso, no un acceso? ¿La ciudad nos excede? Acaso la ciudad llegue hasta donde las preguntas prometen respuesta. Más allá, el proyecto colectivo se desdibuja y en la dilución, se pierde la ciudad y con ella (el) nosotros.
La ciudad convierte en familiar lo desconocido. Pero si es así, ¿cuándo entonces lo desconocido nos arrasa hasta convertir la ciudad en un todo incomprensible, inabordable? Sin duda hay un límite que no creo lo ofrezca sólo el tamaño o la dimensión. Nuestro conocimiento de la misma lo establecen las relaciones, los espacios que abordamos para la satisfacción de necesidades diversas, según los proyectos e iniciativas que nos tracemos. Vivir en una ciudad implica que puede ser recorrida a todo lo largo y ancho, o bien, que dada la densidad de los servicios que residan en “nuestra zona” no necesitemos ir más allá sino de manera excepcional. La verdad, adaptamos el conocimiento de la ciudad (y la memoria y la capacidad de proyectarnos en el tiempo para responder a lo des-conocido) a nuestros proyectos vitales. Crece o se redimensiona la ciudad de acuerdo a nuestras necesidades. Pero lo más común es, sin duda, que no veamos a la ciudad entera como tal pues, en la cotidianidad no alcanzamos a ver sus límites, vale decir no abarcamos la totalidad. Atendemos a lo contingente y es en esa escala (corpo – local) que somos circunvalados por fragmentos de extraña familiaridad, desconocidos que responden a patrones, a matrices, a ejercicios de aventura equilibrada, de sorpresa controlada. “El espacio, como lo plantea Ana Martínez Barreiro, es la otra dimensión de nuestra experiencia del cuerpo y de la identidad” (2004: 135). Y “Sin un sistema de creencias ampliamente compartidas –complementa Kotkin-, resultaría extremadamente difícil concebir un futuro urbano viable” (2007: 283)
Ir más allá del límite o hasta donde sentimos que la ciudad nos es del todo desconocida, supone dejar de pertenecer –al menos momentáneamente- al proyecto que intuimos. La ciudad desconocida y nada familiar puede llegar a paralizar y a negar la aventura de adentrarse en ella y re-conocerla. 
Inquirir sobre la ciudad nos interpela. La pregunta que hacemos nos revela. Mas con respecto a la ciudad, de dónde nacen nuestras preguntas. De paso, no hacérnoslas deja en evidencia nuestra indiferencia… Ahora bien, interesados en la ciudad y conscientes de que las preguntas nos descubren, apelamos a una suerte de corazón de la duda el mismo que se encuentra en el origen mismo de todas las cosas y por ende, de las ciudades; ciertamente, la ciudad nace con las preguntas.
Quien pregunta –sobre la ciudad- está parado en/frente/ante una nada fundadora. [Valga considerar que “En la pregunta es necesario el oyente, es un elemento no prescindible. La interrogación cobra sentido por la presencia de un oyente que responde” (Ruiz, 35) pues “el otro nos despierta a la palabra” (Panchi, 2004: 189)] Esa nada primordial fundó y en cierta medida funda la ciudad, y la memoria de esa fundación permanece y reaparece cada vez que asistimos en la ciudad a los espacios donde se funden las palabras con el silencio –templos y plazas- y se gestan los más profundos intercambios simbólicos.
En el silencio nacen las palabras, en el vacío nace el espacio. En el silencio nacemos nosotros, renacemos; en el vacío nace la ciudad. Sólo renacidos, renovados, hechos uno con nosotros mismos, volvemos reconciliados al otro, y ese re-encuentro es el que funda los espacios para la vida.


La ciudad como proyecto
Entiendo la ciudad como espacio vital, pleno de vitalidad, siempre y cuando sea reconstruido sobre las bases primordiales del silencio y el vacío. “Este papel sagrado ha sido ignorado con demasiada frecuencia en los análisis contemporáneos sobre la condición urbana” afirma Joel Kotkin (2007: 282). En efecto, una ciudad sin espacios primigenios, es decir, sin templos, plazas ni parques donde rehacernos en (el) silencio, carecería de la memoria de la fundación, esto es sin la huella de la reconciliación. Esta puede no ser del todo consciente, en realidad raramente lo es, pero sin duda apela a lo que nos habita hondamente en tanto que seres humanos y por ende, sociales.
Somos además y fundamentalmente en el tiempo. Los seres humanos somos animales simbólicos porque experimentamos el tiempo como espacio y duración. De ahí que la ciudad (como espacio) y en especial la huella de su fundación, aparezca cuando nos distendemos en el tiempo, cuando la existencia se expande y dura. De ahí que la fugacidad –no lo efímero- contribuya al deterioro de la vida citadina, al llenar la cotidianidad de momentos sin espesor, sin duración, vacíos. Sólo en el tiempo somos humanos por eso la necesidad de cultivar el tiempo creando –en la ciudad- zonas de demora. Bulevares, corredores, paseos, incluso  salas de espera, pero en todo caso despejadas del consumo de mercancías, es decir, diseñadas para consumir tiempo, en primera instancia y de manera fundamental.
Sabemos que el mercado ha convertido la espera en bolsas de tiempo para el consumo y de lo que se trata en cambio, en el caso de la tesis que sostengo, es de consumir tiempo para la vida. Para ser más y mejores seres humanos y para que la ciudad prometa permanencia debe aspirar a crear espacios dedicados a sentir con fruición el paso del tiempo. No es fácil, porque el mercado no está dispuesto a “invertir sin retorno inmediato” y no siempre acepta que el Estado lo haga utilizando las exacciones de ley, es más, pudiera a la bandolera saltarse las leyes que contribuyan a la generación de derechos ciudadanos inmateriales. Consumir (mercancías) es la regla de oro, y las ciudades están hechas ciertamente para el consumo de éstas, pero no es precisamente éste lo que garantiza su duración, sólo el consumo cultural del tiempo las perpetúa y las hace memorables.
Proyecto político: ralentizar la vida ciudadana para que podamos en compañía gustar el paso del tiempo. Ideal ciudadano: llenar las horas de ocio compartido en espacios públicos. Pero, ¿quiénes tienen tiempo para el ocio…? La democracia cultural sin duda, tiene un indicador en la cantidad de ocio per cápita. “El ocio resulta, pues, un factor a tener muy en cuenta cuando tratamos de aproximarnos al bienestar de las personas en un sentido más amplio que el que vendría definido exclusivamente por los aspectos materiales que contempla el PIB y puede que más fiable en determinadas circunstancias (una vez alcanzados unas mínimas condiciones materiales)” (Gabaldón et. al., 2005: 6)
La construcción del tiempo compartido como parte de la gestión pública ha de ser una práctica municipal propia de burgomaestres (del alemán “bürg” ciudad y “meister” maestro) –menos de alcaldes… (del árabe al-qadi el juez) comprometidos con la dimensión espiritual de los ciudadanos. Desvivimos la ciudad en la velocidad insensata y sin destino, en cambio la vida plena la experimentamos en la detención, en el regusto de las horas, en los tramos de luz y sombra, en los interregnos crepusculares, en el silencio y la contemplación, en la grata posibilidad de caminar sin apremios externos. En definitiva, la ciudad debe ser pensada y construida para los niños, las mujeres embarazadas, los ancianos y los viandantes. Sus ritmos e intereses son una buena medida para diseñar espacios, escalas y lugares. Y sobre esta base, levantar lo demás. Sobre los fundamentos de la vida, alzar los andamios de la convivencia.
En el silencio y el vacío somos nosotros, pero alcanzamos la igualdad originaria cuando somos uno con todos. No (sólo) como conocidos sino esencialmente como desconocidos que se saben y reconocen. Y si la ciudad nace cuando surgen los desconocidos, la convivencia ciudadana se establece cuando re-cordamos –cuando traemos al corazón- la huella de la fundación, de aquel silencio y aquel vacío que nos constituyó como humanos.
¿Cuándo con-vivimos? Cuando respetamos al otro, cuando sabemos que somos iguales pero distintos. Cuando respetamos sus silencios y sus palabras. Sus espacios. Cuando recordamos los elementos fundadores de la vida y por ende, de la vida en (la) ciudad.
Porque, qué es la política sino (el) vivir en la ciudad. Y no simplemente vivir, sino convivir. La política no es una actividad individual sino colectiva. Una acción que se ejerce con los otros. Un proyecto común. De ahí la necesidad de tejer espacios para el encuentro, para lo colectivo. Espacios además, para que las palabras sean. Porque lo colectivo sólo puede darse efectivamente si hay palabras de por medio. Para decirlo de otra manera, sólo las palabras hacen nacer lo colectivo, lo común. Y etimológicamente, lo co-mun (del indoeuropeo Ko enteramente, globalmente; y del latín arcaico munis, compuesta por mei intercambiar y nes lo social) es el fundamento de las instituciones que a su vez constituyen los nodos que tejen la vida de la polis, la vida política.
Si la ciudad por antonomasia es el lugar de las palabras, su negación es el vacío de las cosas. Por eso es fácil relacionar las plazas y los templos con las palabras que rozan el silencio y lo humano trascendente, e incluso el mismo mercado, como ha sido y lo fue desde siempre. Porque como ha dicho Ítalo Calvino “Las ciudades son un conjunto de muchas cosas: memorias, deseos, signos de un lenguaje; son lugares de trueque, como explican todos los libros de historia de la economía, pero estos trueques no lo son sólo de mercancías, son también trueques de palabras, de deseos, de recuerdos”. Y en efecto, si el mercado se vacía de palabras y se llena de cosas –vale decir, se colma de mercancías y los seres humanos desaparecen- las palabras se borran y las cosas sin alma/desalmadas pasan a reinar en el vacío. Es la muerte de la política, y en consecuencia la muerte de la ciudad. Joel Kotkin, por cierto, compara los rascacielos con las catedrales y mezquitas, pero su carácter sagrado (y fundador de ciudades) no lo tienen las torres de acero, vidrio y hormigón que, al ser “esencialmente estructuras comerciales, se suponía que poco podían decir acerca de un orden moral o una justicia social duraderos. Construidas principalmente en aras del beneficio y por intereses privados, asimismo tampoco podían proteger a la ciudad del ataque de quienes trataban de imponer otras visiones, radicalmente distintas, del futuro urbano” (2007: 177).
La ciudad es el lugar de encuentro de los iguales desconocidos, porque condición del diálogo (del griego dia a través; logo palabras) es la igualdad, la construcción racional del equilibrio. Los iguales pueden con-versar incluso en el silencio (pues parten del reconocimiento y del respeto) y al momento de los intercambios logran en consenso y acuerdo, entregar lo equivalente. “Los acuerdos comunicativos, dice el ecuatoriano Luis Augusto Panchi, constituyen la sociedad, son la médula de la política y permiten la superación de los conflictos a través del establecimiento de reglas para el funcionamiento del mercado y la distribución de los bienes” (2004:328). La política es la construcción racional e intersubjetiva del equilibrio, la eliminación progresiva de las desigualdades.


Referencias
Gabaldón, et al. (2005) “Las diferencias regionales en el bienestar: Un análisis desde la perspectiva del ocio” [Consultado en http://www.aecr.org/web/congresos/2005/ponencias/p114.pdf] Alcalá de Henares
Ezra, Robert P. (1999) La ciudad y otros ensayos de ecología urbana. Ediciones del Serbal. Barcelona
Kotkin, Joel (2007) La ciudad. Una historia global. Debate. Caracas
Lema O. Lucila (2001) “Los rituales de la cotidianidad”. Revista Yachaikuna, 1, marzo 2001
Martínez B., Ana (2004) “La construcción social del cuerpo en las sociedades contemporáneas”. Universidad de A Coruña. Departamento de Sociología y Ciencia Política y de la Administración. Papers 73 [Consultado en www.raco.cat/index.php/Papers/article/download/25787/25621]
Panchi, Luis Augusto (2004) De ética económica a eonomía ética. FLACSO –Abya Yala- Icala. Ecuador
Quintero, et al. (2010) “La calle: entretejido de fragmentos urbanos en la ciudad híbrida”. En: Ciudad y Arquitectura. 4º Grupo. Simposio La Serena. nº 68 – enero / febrero 2010
Ruiz, Emilia (1987) “La interrogación en Aristóteles”. [Consultado en https://dialnet.unirioja.es/descarga/articulo/57860.pdf]