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MEMORIA Y CONVIVENCIA
José Javier León
Introducción
Una ciudad no es nunca una ciudad, o mejor, la ciudad. Una ciudad es siempre la
cambiante de cada uno, de todos los que la
conocen, la viven o visitan, o que aún sin haberla visitado ni vivirla creen
conocerla, la intuyen o la suponen, incluso la sueñan. La ciudad es las
ciudades de todos y cada uno.
La ciudad es, siempre, la que de
pronto se nos aparece sin forma definida pero densa y vívida en la memoria, sea
como reconstrucción de hechos vividos o simplemente soñados. La ciudad es
siempre una ciudad particular y
móvil, un visaje, una imagen que se tiene y se diluye, una presencia que se
borra y se rehace, un ser que está y no está, y que pleno y entero en nosotros
–hasta donde creemos estar plenos y enteros- es siempre memoria.
Lo interesante de pensar
cualquier cosa u objeto es que, puestos con toda nuestra atención a hacerlo, este
se desvanece, exactamente como esas sombras en el infierno que reciben el vano
abrazo. A fin de cuentas, qué es lo real y concreto, en especial cuando se
trata de un objeto que está hecho de nosotros (de lo que creemos que somos), de
nuestras creencias, sueños y aspiraciones. Y no podemos recurrir al expediente
objetivista de señalar la ciudad en un mapa, o de asentar nuestros reales saber
y entender en el piso firme y decir, aquí donde estoy, piso esta mi ciudad. Cuando ello hacemos somos
nosotros los que nos afirmamos, no la ciudad que sigue intacta, lejana,
absorta.
Podemos decir, soy la ciudad,
somos la ciudad, esto que soy en el somos, con conocidos y desconocidos, este
tramado en el entramado es la ciudad. La definiría como el espacio y tiempo de mis relaciones, las cuales dependerán de
lo que me rodea, de lo que va más allá y depende en absoluto de mi, de los
otros y sus ritmos, de todo y sus tensiones. La ciudad es mi ciudad siempre y
cuando entienda casi como un fato que soy yo en medio de circunstancias que se
cruzan y entrecruzan para disponer, permitir, hacer posible, impedir, posponer,
transponer, mis pasos, en función de mis metas y objetivos. En la ciudad, una
cosa es lo que pensamos, otra lo que llega a ser en el concurso de todo lo que
en definitiva existe. Ocurre lo que el azar, la suma de todos los posibles, esa
otra memoria del mundo, dispone.
Podemos soñar posibles, pero la
ciudad y su mandala dispondrán de nuestros pasos, organizándose con cada
movimiento, con cada gesto, acomodándose a las ondas o vibraciones que genera
el hacer y el deshacer, el conjunto y el latido de cada cosa en el tiempo y el
espacio.
La ciudad es interior pero
nuestros pasos extrañamente seguros, dan cuenta de su realidad, de su
presencia. La ciudad se hace con nuestro hacer: tejido y entretejido.
Nacen las ciudades
Como fruto del encuentro de
muchos, tras relaciones cada vez más complejas. Nació la ciudad cuando
aparecieron los desconocidos. Cuando los
mismos dieron paso a los otros, a
los de aquí y de allá que de pronto se comenzaron a cruzar en nuestros pasos
cotidianos pero ya no los reconocíamos, ni sabíamos de su existencia y nos
pareció –de pronto- que la misma era indiferente. Cuando el nosotros se elevaba por sobre las
conciencias y los reconocimientos y una masa cada vez más anónima formaba parte
de ese nosotros. ¿Cómo vivir y convivir con desconocidos? He aquí la
constitución de la ciudad, el sentido y el fin último: la construcción política
de una familiaridad. “Hoy en día las ciudades no solo deben ser vistas como
puntos políticos, administrativos, turísticos, etc., sino como conglomerados de diferencias” (Lema O.,
2001).
La ciudad confiere, ciertamente,
un aire de familia. Cargamos la
ciudad encima, en nuestra piel, en nuestros movimientos, en nuestra voz. Nos
reconocemos o hacemos parte de ella. Nos forma y conforma. Esos rasgos comunes
nos hacen los mismos y distintos, nos encuentran aunque exista –como de hecho-
abismos entre nosotros. Somos unidades esquivas, pero en la ciudad somos nosotros.
¿Qué nos llevó a este encuentro?
Los que hemos nacido dentro apelamos a la imaginación, porque la ciudad nos ha
recibido con su aquiescente ignorancia. Somos para ella números, estadísticas,
dígitos. Somos para una parte de aquel nosotros un nosotros más íntimo, más
cerrado. Pero más allá, lo(s) desconocido(s) se abren y cierran como valvas de
un mundo in-diferente.
Porque la ciudad es, también,
este nosotros de aquí, lo que vamos construyendo paso a paso, contacto a
contacto, un espacio-tiempo de relaciones que se tienden y distienden
configurando lo que podemos llamar a ciencia cierta –acaso lo único
verdaderamente cierto-: la ciudad en la que vivo. ¿Más allá, es nuestra? ¿Más
allá de los acuerdos que llegamos en familia, amigos y conocidos, disponemos de
más? Fuera del círculo está(n) lo(s) desconocido(s). Avanzamos si nos toca
–siempre nos toca- por entre disposiciones que no podemos determinar. Nos
abrimos paso haciendo mano de lo familiar y de un conjunto sutil y minucioso de
normas, acuerdos, creencias, estipulaciones que nos en-marcan, nos protegen,
nos guardan de la violencia anónima. La ciudad es protección contra lo(s)
desconocido(s). Si esta definición caduca, la ciudad se desintegra, pierde
cohesión y coherencia, ya no puede ser percibida como unidad trascedente y sus
miembros actuarán como corpúsculos extrañamente sociales –asociales dicen
algunos- integrados por des-conocidos que se saben distantes y huraños.
La ciudad hoy puede ser la
derivación de estos cuerpos puestos en relación física, geográfica. Mas no,
digamos, espiritual. Se asientan en un espacio, pero no comparten –entre/como
cuerpos-: sueños y proyectos. No habría exactamente una ciudad sino un conjunto de seres extraños que mantienen la
unidad sólo vista desde lejos y en abstracto. En otras palabras, unidad
percibida como fragmentación, desde una distancia crítica y por un sujeto
anónimo y en verdad, Nadie, que contempla sin entusiasmo un agregado de cuerpos
disgregados. Una ciudad que ya no es una
ciudad, ni la ciudad… que ya no
responde a la reconfiguración de esa construcción histórica que permitió reunir
lo des-conocido y hacerlo confluir trascendiendo la violencia.
¿Qué ha reaparecido? Un concepto
romántico, si se quiere, de ciudad. Una aspiración de unidad, un conjunto de lo
diverso que confluye en un tiempo-espacio. Pero al acecho, la violencia que
rompe y fragmenta; y en seguida, la reconfiguración de los fragmentos, todo
ello aparejado en un proyecto de ciudad que va más allá de los sueños de sus
miembros, para ser parte de un proyecto des-almado, sin nosotros, que
estrictamente se hace y rehace al
ritmo de intereses abstractos y desmedidos.
¿Somos parte de esa ciudad? Sí,
en tanto presencia, aunque su proyecto no sea el nuestro y no parezca responder
ni sea la suma de nuestras aspiraciones. La ciudad corpuscular no es la suma de
proyectos, sueños y deseos de sus miembros; más bien los parasita, devora y
crece para nada y para nadie. Aunque en la fragmentación, comparto la hipótesis
de la calle como conexión y sutura: “La calle bajo esta mirada entre-teje e
interconecta códigos genéticos diferentes mediante la confluencia e interacción
de flujos múltiples y cambiantes en el espacio-tiempo” (Quintero, et al.: 2010)
Antes que la ciudad fragmentada
prefiero pensar la ciudad unida, que nos trasciende y acoge (a) lo(s)
desconocido(s), y nos permite vivir y soñar juntos y en conjunto. Una ciudad
que tiene un centro como tiene un destino; que tiene pasado y futuro. Y su
presente, la composición estocástica de todos nuestros pasos.
La ciudad como proyecto humano, a
la medida de nuestros sueños y proyectos. Para decirlo con Robert Ezra Park,
comunidad humana “definida como un agregado de organismos espacialmente
localizados y arraigados que conforman una estructura social a través de un conjunto
naturalmente reglado de interacciones” (1999: 30)
Si la ciudad nace cuando aparecen
los desconocidos, esos que sentimos familiares sólo porque tienen el aire de
familia de nuestra ciudad, pero
también esos que sabemos que no son
de aquí, y que por diversas
circunstancias nos visitan o la habitan, en fin, si los que formamos de una u
otra manera parte de la ciudad somos desconocidos que confluyen en un tiempo y
espacio, cómo es que podemos hablar de “nuestros sueños y proyectos”. Hasta
dónde llega ese lo nuestro, qué lo define. La ciudad sin duda, es un proyecto
colectivo que se intuye, que trasciende a todos los que la habitamos pero que
depende de todos para hacerse. Podemos –como de hecho- no sabernos, pero la
ciudad, ese proyecto trascendente, de alguna manera nos sabe. Como si la ciudad fuera un organismo vivo, como si
viviera no sólo por nosotros sino de
nosotros. La ciudad sin nuestros proyectos (de ciudad) no existiría. Es lo que
somos; aunque nosotros mismos no sepamos muy bien lo que somos la ciudad sin
embargo, nos define, se nos muestra, nos da la cara, es nuestra cara.
¿Queremos saber quiénes somos?
Un ejercicio interesante sería
interrogar la ciudad. Si la recorremos, si la conocemos, nos recorremos y
reconocemos. La ciudad siempre ofrecerá recodos desconocidos, no alcanzamos a
conocerla toda, aún cuando sea pequeña y creamos que no nos guarda secretos. La
ciudad tiene zonas de misterio, y es bueno que así sea, por demás, así somos.
Nosotros mismos nos desconocemos, aunque el espejo al igual que las calles
cotidianas nos reflejen, nos devuelvan nuestros rostros y pasos.
Interroguemos la ciudad como
ejercicio. Caminemos sin fin ulterior salvo sentir el paso inconsútil del
tiempo, para que el espacio gane en ingravidez, no pese, y con él, nos elevemos
nosotros a otra instancia, a lo humano sencillamente. Y si somos dos los que
caminamos juntos, hacerlo como dos abismos que se rozan y se hunden nuevamente
en sí mismos, reconciliados y en paz. Podemos interrogar la ciudad no ya para
sabernos en el silencio de la intimidad, sino para encontrarnos en el bullicio
de la vida colectiva. Preguntemos al parque, a la plaza, a la calle, a los
edificios, mirémoslos con curiosidad benevolente y acaso aparezcamos en una
dimensión desconocida. Somos la ciudad que hacemos. ¿Nos deja indiferentes el
cúmulo de desperdicio, la devastación, el ruido sin sentido, la demolición?
¿Pasamos por encima de las cosas sin preguntarnos, porque estamos ocupados sólo
en nosotros? ¿Es que ese nosotros puede estar separado de las cosas que nos
rodean, que pisamos, desplazamos, desconocemos? Interrogar es ya parte
sustancial de la conciencia: posiblemente no haya tarea más ardua que
preguntarnos por las cosas, hacerlo no nos acerca necesariamente a una
respuesta pero sí a nosotros mismos. Interrogar la ciudad es preguntar-nos por
nosotros. La pregunta nos des-cubre. La respuesta sin embargo, es una
exterioridad a la que podemos estar o no dispuestos, no sólo a recibirla, sino
a formularla.
Cuando interrogamos un fragmento
de la ciudad, digamos una autopista, ¿podemos descubrir-nos? Decimos ¿está
hecha para nosotros o la sentimos indiferente, ajena, extraña, como un absceso,
no un acceso? ¿La ciudad nos excede? Acaso la ciudad llegue hasta donde las
preguntas prometen respuesta. Más allá, el proyecto colectivo se desdibuja y en
la dilución, se pierde la ciudad y con ella (el) nosotros.
La ciudad convierte en familiar
lo desconocido. Pero si es así, ¿cuándo entonces lo desconocido nos arrasa
hasta convertir la ciudad en un todo incomprensible, inabordable? Sin duda hay
un límite que no creo lo ofrezca sólo el tamaño o la dimensión. Nuestro
conocimiento de la misma lo establecen las relaciones, los espacios que
abordamos para la satisfacción de necesidades diversas, según los proyectos e
iniciativas que nos tracemos. Vivir en una ciudad implica que puede ser
recorrida a todo lo largo y ancho, o bien, que dada la densidad de los
servicios que residan en “nuestra zona” no necesitemos ir más allá sino de manera excepcional. La verdad, adaptamos el
conocimiento de la ciudad (y la memoria y la capacidad de proyectarnos en el
tiempo para responder a lo des-conocido) a nuestros proyectos vitales. Crece o
se redimensiona la ciudad de acuerdo a nuestras necesidades. Pero lo más común
es, sin duda, que no veamos a la ciudad entera como tal pues, en la
cotidianidad no alcanzamos a ver sus límites, vale decir no abarcamos la
totalidad. Atendemos a lo contingente y es en esa escala (corpo – local) que
somos circunvalados por fragmentos de extraña familiaridad, desconocidos que
responden a patrones, a matrices, a ejercicios de aventura equilibrada, de
sorpresa controlada. “El espacio, como lo plantea Ana Martínez Barreiro, es la
otra dimensión de nuestra experiencia del cuerpo y de la identidad” (2004: 135).
Y “Sin un sistema de creencias ampliamente compartidas –complementa Kotkin-,
resultaría extremadamente difícil concebir un futuro urbano viable” (2007: 283)
Ir más allá del límite o hasta
donde sentimos que la ciudad nos es del todo desconocida, supone dejar de
pertenecer –al menos momentáneamente- al proyecto que intuimos. La ciudad
desconocida y nada familiar puede llegar a paralizar y a negar la aventura de
adentrarse en ella y re-conocerla.
Inquirir sobre la ciudad nos
interpela. La pregunta que hacemos nos revela. Mas con respecto a la ciudad, de
dónde nacen nuestras preguntas. De paso, no hacérnoslas deja en evidencia
nuestra indiferencia… Ahora bien, interesados en la ciudad y conscientes de que
las preguntas nos descubren, apelamos a una suerte de corazón de la duda el
mismo que se encuentra en el origen mismo de todas las cosas y por ende, de las
ciudades; ciertamente, la ciudad nace con las preguntas.
Quien pregunta –sobre la ciudad-
está parado en/frente/ante una nada fundadora. [Valga considerar que “En la
pregunta es necesario el oyente, es un elemento no prescindible.
La interrogación cobra sentido por la presencia de un oyente que responde”
(Ruiz, 35) pues “el otro nos despierta a la palabra” (Panchi, 2004: 189)] Esa nada primordial fundó y en cierta
medida funda la ciudad, y la memoria de esa fundación permanece y reaparece
cada vez que asistimos en la ciudad a los espacios donde se funden las palabras
con el silencio –templos y plazas- y se gestan los más profundos intercambios
simbólicos.
En el silencio nacen las
palabras, en el vacío nace el espacio. En el silencio nacemos nosotros,
renacemos; en el vacío nace la ciudad. Sólo renacidos, renovados, hechos uno
con nosotros mismos, volvemos reconciliados al otro, y ese re-encuentro es el
que funda los espacios para la vida.
La ciudad como proyecto
Entiendo la ciudad como espacio
vital, pleno de vitalidad, siempre y cuando sea reconstruido sobre las bases
primordiales del silencio y el vacío. “Este papel sagrado ha sido ignorado con
demasiada frecuencia en los análisis contemporáneos sobre la condición urbana”
afirma Joel Kotkin (2007: 282). En efecto, una ciudad sin espacios primigenios,
es decir, sin templos, plazas ni parques donde rehacernos en (el) silencio,
carecería de la memoria de la fundación, esto es sin la huella de la
reconciliación. Esta puede no ser del todo consciente, en realidad raramente lo
es, pero sin duda apela a lo que nos habita hondamente en tanto que seres
humanos y por ende, sociales.
Somos además y fundamentalmente
en el tiempo. Los seres humanos somos animales simbólicos porque experimentamos
el tiempo como espacio y duración. De ahí que la ciudad (como espacio) y en
especial la huella de su fundación, aparezca cuando nos distendemos en el
tiempo, cuando la existencia se expande y dura. De ahí que la fugacidad –no lo
efímero- contribuya al deterioro de la vida citadina, al llenar la cotidianidad
de momentos sin espesor, sin duración, vacíos. Sólo en el tiempo somos humanos
por eso la necesidad de cultivar el tiempo creando –en la ciudad- zonas de
demora. Bulevares, corredores, paseos, incluso
salas de espera, pero en todo caso despejadas del consumo de mercancías,
es decir, diseñadas para consumir tiempo, en primera instancia y de manera
fundamental.
Sabemos que el mercado ha
convertido la espera en bolsas de tiempo para el consumo y de lo que se trata
en cambio, en el caso de la tesis que sostengo, es de consumir tiempo para la
vida. Para ser más y mejores seres humanos y para que la ciudad prometa
permanencia debe aspirar a crear espacios dedicados a sentir con fruición el
paso del tiempo. No es fácil, porque el mercado no está dispuesto a “invertir
sin retorno inmediato” y no siempre acepta que el Estado lo haga utilizando las
exacciones de ley, es más, pudiera a la bandolera saltarse las leyes que
contribuyan a la generación de derechos ciudadanos inmateriales. Consumir
(mercancías) es la regla de oro, y las ciudades están hechas ciertamente para
el consumo de éstas, pero no es precisamente éste lo que garantiza su duración,
sólo el consumo cultural del tiempo las perpetúa y las hace memorables.
Proyecto político: ralentizar la
vida ciudadana para que podamos en compañía gustar el paso del tiempo. Ideal
ciudadano: llenar las horas de ocio compartido en espacios públicos. Pero,
¿quiénes tienen tiempo para el ocio…? La democracia cultural sin duda, tiene un
indicador en la cantidad de ocio per cápita. “El ocio resulta, pues, un factor
a tener muy en cuenta cuando tratamos de aproximarnos al bienestar de las personas
en un sentido más amplio que el que vendría definido exclusivamente por los
aspectos materiales que contempla el PIB y puede que más fiable en determinadas
circunstancias (una vez alcanzados unas mínimas condiciones materiales)”
(Gabaldón et. al., 2005: 6)
La construcción del tiempo
compartido como parte de la gestión pública ha de ser una práctica municipal
propia de burgomaestres (del alemán “bürg”
ciudad y “meister” maestro) –menos de
alcaldes… (del árabe al-qadi el juez)
comprometidos con la dimensión espiritual de los ciudadanos. Desvivimos la
ciudad en la velocidad insensata y sin destino, en cambio la vida plena la
experimentamos en la detención, en el regusto de las horas, en los tramos de
luz y sombra, en los interregnos crepusculares, en el silencio y la
contemplación, en la grata posibilidad de caminar sin apremios externos. En
definitiva, la ciudad debe ser pensada y construida para los niños, las mujeres
embarazadas, los ancianos y los viandantes. Sus ritmos e intereses son una
buena medida para diseñar espacios, escalas y lugares. Y sobre esta base,
levantar lo demás. Sobre los fundamentos de la vida, alzar los andamios de la
convivencia.
En el silencio y el vacío somos
nosotros, pero alcanzamos la igualdad originaria cuando somos uno con todos. No
(sólo) como conocidos sino esencialmente como desconocidos que se saben y
reconocen. Y si la ciudad nace cuando surgen los desconocidos, la convivencia
ciudadana se establece cuando re-cordamos
–cuando traemos al corazón- la huella de la fundación, de aquel silencio y
aquel vacío que nos constituyó como humanos.
¿Cuándo con-vivimos? Cuando
respetamos al otro, cuando sabemos que somos iguales pero distintos. Cuando
respetamos sus silencios y sus palabras. Sus espacios. Cuando recordamos los
elementos fundadores de la vida y por ende, de la vida en (la) ciudad.
Porque, qué es la política sino
(el) vivir en la ciudad. Y no simplemente vivir, sino convivir. La política no
es una actividad individual sino colectiva. Una acción que se ejerce con los
otros. Un proyecto común. De ahí la necesidad de tejer espacios para el
encuentro, para lo colectivo. Espacios además, para que las palabras sean.
Porque lo colectivo sólo puede darse efectivamente si hay palabras de por
medio. Para decirlo de otra manera, sólo las palabras hacen nacer lo colectivo,
lo común. Y etimológicamente, lo co-mun (del indoeuropeo Ko enteramente, globalmente; y del latín arcaico munis, compuesta por mei intercambiar y nes lo social) es el
fundamento de las instituciones que a su vez constituyen los nodos que tejen la
vida de la polis, la vida política.
Si la ciudad por antonomasia es
el lugar de las palabras, su negación es el vacío de las cosas. Por eso es
fácil relacionar las plazas y los templos con las palabras que rozan el
silencio y lo humano trascendente, e incluso el mismo mercado, como ha sido y
lo fue desde siempre. Porque como ha dicho Ítalo Calvino “Las ciudades son un
conjunto de muchas cosas: memorias, deseos, signos de un lenguaje; son lugares
de trueque, como explican todos los libros de historia de la economía, pero
estos trueques no lo son sólo de mercancías, son también trueques de palabras,
de deseos, de recuerdos”. Y en efecto, si el mercado se vacía de palabras y se
llena de cosas –vale decir, se colma de mercancías y los seres humanos
desaparecen- las palabras se borran y las cosas sin alma/desalmadas pasan a
reinar en el vacío. Es la muerte de la política, y en consecuencia la muerte de
la ciudad. Joel Kotkin, por cierto, compara los rascacielos con las catedrales y
mezquitas, pero su carácter sagrado (y fundador de ciudades) no lo tienen las
torres de acero, vidrio y hormigón que, al ser “esencialmente estructuras
comerciales, se suponía que poco podían decir acerca de un orden moral o una
justicia social duraderos. Construidas principalmente en aras del beneficio y
por intereses privados, asimismo tampoco podían proteger a la ciudad del ataque
de quienes trataban de imponer otras visiones, radicalmente distintas, del
futuro urbano” (2007: 177).
La ciudad es el lugar de
encuentro de los iguales desconocidos, porque condición del diálogo (del griego
dia a través; logo palabras) es la igualdad, la construcción racional del
equilibrio. Los iguales pueden con-versar incluso en el silencio (pues parten
del reconocimiento y del respeto) y al momento de los intercambios logran en
consenso y acuerdo, entregar lo equivalente. “Los acuerdos comunicativos, dice
el ecuatoriano Luis Augusto Panchi, constituyen la sociedad, son la médula de
la política y permiten la superación de los conflictos a través del
establecimiento de reglas para el funcionamiento del mercado y la distribución
de los bienes” (2004:328). La política es la construcción racional e
intersubjetiva del equilibrio, la eliminación progresiva de las desigualdades.
Referencias
Ezra, Robert P. (1999) La ciudad y otros ensayos de ecología
urbana. Ediciones del Serbal. Barcelona
Kotkin, Joel (2007) La ciudad. Una historia global. Debate.
Caracas
Lema O. Lucila (2001) “Los
rituales de la cotidianidad”. Revista
Yachaikuna, 1, marzo 2001
Panchi, Luis Augusto (2004) De ética económica a eonomía ética.
FLACSO –Abya Yala- Icala. Ecuador
Quintero, et al. (2010) “La calle: entretejido de fragmentos urbanos en la
ciudad híbrida”. En: Ciudad y
Arquitectura. 4º Grupo. Simposio La Serena. nº 68 – enero / febrero 2010